“Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es.” Ex.3:5.
Todos sabemos que la humildad operada por Dios es una gracia inapreciable. “Revestíos de toda humildad”, es uno de los preceptos divinos. No cabe duda, conociendo la grandeza y santidad de nuestro Dios, que el adorno más hermoso para un cristiano es la humildad.
En el llamamiento que hiciera el Señor a Moisés, el Señor manda a quitar las sandalias a su siervo como señal de la postura que debía adoptar el futuro libertador de Israel ante su Señor y Dios, una posición de reconocimiento de la inmensidad de Dios y un profundo sentido de su propia indignidad.
Nada hay que deshonre más a Dios y que sea, al mismo tiempo, más peligroso para nosotros que una vida caracterizada por la falsa humildad. Cuando bajo el pretexto de no reunir cualidades o condiciones para enfrentar una tarea a la que el Señor nos llama, nos excusamos delante de Dios, esto no es ciertamente humildad; porque nos delata delante de Él que si reconociéramos en nosotros las virtudes necesarias nos atribuiríamos el derecho a la posición o tarea a la que se nos llama y lo haríamos sin ningún miramiento. La aptitud de un siervo de Dios depende de su Señor, quien lo capacita y la actitud de este servidor debe ser de un sincero reconocimiento de su propia pequeñez en contraste con la grandeza divina.
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