lunes, 13 de octubre de 2008

Entre consiervos.


“Fortaleced las manos cansadas, afirmad las rodillas endebles. Decid a los de corazón apocado: Esforzaos, no temáis…” Is.35:3-4.


Cuando leemos la historia del pueblo de Israel en el Antiguo Testamento podremos apreciar que en todo fue sustentado y bendecido por el paternal cuidado de Dios. Maná en el desierto, agua de la peña y “una tierra que fluye leche y miel”, se cuentan entre las innumerables dádivas de su generoso Señor. Sin embargo, contrario a lo que pudiera pensarse, no todo el bregar de este pueblo especial fue dichoso. Parte de su camino contuvo escabrosas montañas e hirientes picos que le hacían difícil continuar. Unas veces el Señor permitía los escollos para probar la fe de su hijo Israel, otras, estos venían como consecuencia de la represión amorosa de un Padre Misericordioso. Una y otra vez las pruebas tenían un propósito loable y su fin era incuestionablemente bueno. Si Israel caía, Jehová Dios le levantaba, si su corazón se tornaba duro y frío como el mármol, El Artista magistralmente sabía esculpir con su cincel sus huellas de amor. Si el oído de su hijo se ensordecía a la voz de su Señor, el Dios paciente sabía devolverle el don de escuchar sus estatutos y mandamientos.
La Iglesia es el Israel espiritual, el pueblo escogido de Dios, y como es de esperarse, su camino tampoco transcurre en deleitante quietud e impasible felicidad. Los mismos escollos y tropezaderos, las mismas pruebas y sin sabores vienen de parte de Dios con el saludable fin de pulir el oro que hay en nosotros y arrancar la escoria de nuestra plata.
Cuando se camina por un sendero florido y seguro es fácil gritar a pulmón pleno “soy un hijo o una hija de Dios”, pero el grito se hace más ahogado y a veces inteligible cuando estamos subiendo una empinada cuesta y por el esfuerzo nuestra respiración se corta. Sin embargo es en el momento difícil, en la hora de la prueba cuando, se conoce al verdadero siervo y al verdadero hijo de Dios. Aquel que firme en la recia batalla enfrenta con valor el zumbar de las flechas enemigas al pasar cerca hiriéndole a unas veces, derribándoles otras, pero que con disciplina de soldado sabe acatar las decisiones de sus líderes y apoyarles en el campo de batalla y luchar con fiereza por honrar la cruz que ostenta por estandarte, ese es el verdadero hijo y ese es el siervo más útil.
El verdadero siervo busca la unidad del pueblo de Dios y procura a toda costa esforzar y animar, mas el falso siervo, aquel que el enemigo plantó mientras el sembrador dormía, se propondrá aprovechar la hora de prueba para sembrar la duda, la discordia y la incertidumbre. Al verdadero siervo lo rige la cruz y el amor por la obra del Señor es su única inspiración. Al falso siervo lo guía su astucia carnal y su motivación es satisfacer a su dios que es su vientre. El verdadero siervo habla la verdad con entereza y su camino es
abierto, mas el falso emplea ardides y su plan es gestado en secreto. El maligno no ha venido sino a hurtar, matar y destruir y para cumplir su cometido utilizará a aquellos que entre nosotros se rindan a servirle en sus mezquinos propósitos. Un cristiano sabio sabrá discernir los espíritus y pesar las intenciones. Un genuino hijo de Dios, será integro al poner fin a la murmuración de Tobías y Sambalat y no permitirá que su ánimo decaiga sino que como los israelitas trabajará para reconstruir su muro y su templo, sosteniendo en una mano su espada y en la otra la pala de albañil. Hoy ha llegado el día de remangarnos las camisas y trabajar por levantar el muro derribado, con una mano al servicio y la otra presta a rechazar cada golpe de espada del maligno. La humildad y la dependencia de Dios son nuestras aliadas y la oración y la Santa Palabra nuestras más poderosas armas. La única guerra que se gana de rodillas es la guerra del creyente.

Porción de articulo tomado de la revista Phronesis, Revista de la Iglesia Cristiana Reformada en Cuba. Autor: Rev. Enrique M. Alvarez Cepero.

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